jueves, 19 de noviembre de 2020
Qué es la Química Transtextual
viernes, 18 de marzo de 2011
INCIPIT COMOEDIA

Otra parte autónoma de la exposición está representada en la serie Diez dibujos etílicos, que responden a otro de los componentes básicos y constituyentes de lo cómico: la bebida y el disfrute erótico, asociado en los géneros festivos a la escrología y también presente en la serie, y de la que hacemos una des-lectura siguiendo el procedimiento «des-ordenado» y «des-legalizado» de la parodia de los Diez mandamientos de una borrachera etílico-erótica que no podía faltar en una tira cómica, conscientes de que también es posible otro tipo de lectura relacionada con los 10 hit parade [«parodia»] de un género serio como puede ser el cine, desde el western, el de autor, el fantástico, el étnico, el de terror, el erótico, el de acción, el drama psicológico, etc.
1º) Preparar la escena o «cargar las armas», y tener bien claro «el objetivo»: chupame esta, [sí, bien, pero ¿cuál?].
5º) Está la «estrella sintética», con su «marca» escrita y todo [que cada uno se tome o ponga la suya].
8º) O bien probar un cóctel explosivo: koka y xexo.
9º) Al final… acaba uno con Froid, siempre rascando el «felpudo» inconsciente.

Por otro lado una buena parte de la exposición consiste en «objetos» que entendemos a la manera de irónicos homenajes; así, el de la pintura en la simbólica ternura de la Oreja de Vicente, en doblado homenaje al pintor Rafael Alvarado; al cine, también en un doble sentido: desde la primitiva Piedra de Luna de George Melies a la actual consumista «tostada Disney»; el homenaje a la fábula, cuento o literatura, representado en uno de los principales personajes de dicho género: el enanito, también en doblado homenaje, digitalizado, a la fotografía que lo(a) representa en su abandono u olvido en el propio ámbito natural de «su jardín».
Asimismo podemos separar en nuestra lectura las sutiles e irónicas micro-instalaciones que nos presenta el artista en estos «extravíos», tan características de su arte, y procedimiento artístico sustancial del conjunto de su obra más reciente: la dulce y erótica música [Dulce comisura]; la poda en el jardín [Lo que no pudo crecer]; y las (in)habilidades domésticas [La punta de los dedos], incorporadas a la representación como metonimias de la inestable conjunción entre vida y arte, o viceversa.También podemos aislar las dos exageradas e hiperbólicas cartelas o bocadillos recogidas del mundo del cómic: Cosas que nunca dije y Todo lo que nos dijimos, humorística propuesta (in)comunicativa sobre «lo no dicho» y «lo dicho»,
pues a pesar de las enormes posibilidades del medio del lenguaje comunicativo nos quedamos como siempre a oscuras en uno y en otro caso, dada, parece, la imposibilidad o inestabilidad de una significación compartida.
Por último queda el video, Aliento, una alegórica visión sobre la obra de arte con su nietzscheana, para nosotros, propuesta: «juego, danza y risa»; mezcla de cuerpos en movimiento circular sobre un único, quieto y paralizado rectángulo (o barra), imposible o inestable equilibrio que sin embargo nos constituye: trágico y cómico, vida y muerte, llanto y risa, infinito y finito, «movimiento y reposo», pero sobre todo arte y vida como metáfora del artista o del mundo. Pero también guiño formal a esa fábula animada que es el cine desde sus inicios: imagen que incorpora el movimiento, espacio sensible de la vida que el tiempo corta o acaba: 8 segundos de movimiento (o 60). Y, «otra vez», entrar en la sala, la vida, para salir a la ficción, la realidad: tomar aliento para extraviarse. Con una condición: no perecer en el engaño (de ellos). La vida o el arte pueden parecer una comedia pero tienen sentido, aunque sea absurdo y la mayoría de las veces incluso doloroso. Incipit, comoedia.
Reírse, críticamente, con el sexo, la política, el arte, la religión, los tabúes sociales, etc., es la lograda fuerza que nos transmiten estos humorísticos extravíos en una nueva, inteligente y pictórica «vuelta» de tuerca a nuestro imaginario «ruedo» ibérico, que como aliento regenerador de la vida o «catarsis cómica» agradecemos al artista Chema Lumbreras.
viernes, 9 de octubre de 2009


Novela y poesía funcionan sin duda como formas de conocimiento en las que se encuentra el pensamiento disuelto, disperso, por las que corre el saber sobre los temas esenciales y últimos sin revestirse de autoridad alguna, sin dogmatizarse, tan libre que puede parecer extraviado.


También el pensamiento español ha intentado buscar una solución a esa crisis de la cultura moderna, desde Unamuno a Zambrano, pasando por Ortega y Gasset, la filosofía española ha planteado esta crisis desde un punto de vista crítico.
Unamuno en su obra Del sentimiento trágico de la vida critica la falta de identidad histórica, de profundidad e insignificancia del racionalismo europeo, una razón desligada de los sentimientos y de la vida, hallando una alternativa en los valores poéticos, en las costumbres, en los valores subjetivos, artísticos, religiosos y morales, y en su diferencia entre fe y razón, haciendo también del alma, y por tanto de los sentimientos, una forma de conocimiento. Frente al «Cogito ergo sum», Unamuno antepone al hombre, al sentir antes que el pensar y cambia la fórmula cartesiana por «Homo sum, ergo cogito». Se trata en definitiva de la ruptura entre la razón y la vida. De todo ello será deudora María Zambrano que se nutre de este pensamiento de las entrañas del hombre en Unamuno. Gómez Blesa nos aclara que «El primer punto de coincidencia entre Zambrano y Unamuno es que ambos hacen del existente concreto, de ese “hombre de carne y hueso” —siguiendo la fórmula unamuniana— el objeto de reflexión de sus respectivos pensamientos, esto es, ambos centran su atención en la problematicidad que para el hombre supone su propia existencia, su vida. No parten, por tanto, de una idea o concepto abstracto de hombre, de un ente metafísico hipostasiado del mundo, sino del hombre concreto enraizado en su experiencia vital», todo ello a pesar que para la pensadora veleña, el «ser-para-la-muerte», el «hambre de inmortalidad» y el «sentimiento trágico» del salmantino no encaje en su propuesta de razón poética, de la que dará otras fórmulas más esperanzadoras.


Yo salí llorando por la Gran Vía, de la redacción de la Revista, al ver la acogida que encontró en don José lo que yo creía que era la razón vital. Y de ahí parten algunos de los malentendidos con Ortega, que me estimaba, que me quería. No lo puedo negar. Y yo a él. Pero había… como una imposibilidad. Es obvio que él dirigió su razón hacia la razón histórica. Yo dirigí la mía hacia la razón poética. Y esta razón poética —aunque yo no tuviera conciencia de ella— aleteaba en mí, germinaba en mí. No podía evitarla, aunque quisiera. Era la razón que germina; una razón que no era nueva, pues ya aparece antes en Heráclito. No ya como medida, sino como fuego, como nacimiento: la razón naciente, la aurora.


Es con la pregunta por el ser de las cosas en el mundo griego cuando el hombre se separa de su origen y aparece la filosofía, la pregunta de la filosofía supone una distancia con las cosas de la que el hombre en su origen no estaba separado. La pregunta por el ser, el ser de las cosas, en Parménides tendrá como respuesta que todo lo que es es ser y lo que no es es no-ser. El ser será entonces lo que la razón descubra detrás, oculto, tras las cosas, tras las apariencias; el ser por tanto será lo que se mantiene idéntico a sí, único, inalterable, inmóvil, atemporal, es decir las ideas, lo inteligible, el concepto, con lo cual Parménides mediante una renuncia, un ascetismo propio de la filosofía aparta y reduce a la vida como el no-ser, espacio de lo heterogéneo, lo diferente, lo cambiante, lo femenino, lo poético, lo temporal e histórico, lo múltiple, lo pasional, lo que, en definitiva, la razón no puede someter a concepto.

Todo esto que supone el no-ser, lo heterogéneo, la vida que nos rodea, la realidad conflictiva, lo oscuro de las pasiones del alma será formulado por María Zambrano como «lo sagrado», como aquel espacio en que no existía aún la diferencia, y la manifestación de este ámbito de lo sagrado será lo que constituya para la pensadora malagueña lo divino: la presencia de lo sagrado es lo divino. Para María Zambrano, podríamos decir, existen como tres fases de estados o «conocimiento»: primero estaría lo sagrado, es decir, el espacio de lo poético, donde el ser y el no-ser andaban entremezclados, más tarde la pregunta teórica por el ser escindió ese origen indiferenciado, el ser y el no-ser, la filosofía y la poesía, la vida y el concepto, sería el espacio de la filosofía o nacimiento del hombre, y en tercer lugar tendría ocasión la reunificación en un espacio místico o religioso —en el sentido de religatio, volver a unir—, entre esos elementos separados.
La fuerza de la razón transformada en razón instrumental ha invadido y colonizado todos los ámbitos o mundos de la vida, del no-ser, y todo ha sido convertido en lo homogéneo, en lo igual; la vida, la realidad y lo interior del hombre ha sido sacado a la luz por esta razón instrumental que ha trocado a la vida en pura diversión y espectáculo, en pura mercancía. La pregunta por el ser ya no se plantea, cuando el hombre puede «comprar» el ser que más le interese o bien puede cambiarlo, intercambiarlo, el ser desaparece. La luz de la razón lo ha iluminado y dominado todo, y su resplandor nos ha dejado sin mirada, sin esa demorada mirada que se posa en las cosas para su goce o su dolor, o bien la iluminación racional nos ha dejado un horizonte totalmente plano donde la visión no tiene donde detenerse en lo homogéneo de su superficie. Lo banal por encima de lo sagrado.


El otro camino es el del poeta. El poeta no renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible[6].

Cuando Platón habla de la belleza y la compara con la sabiduría nos dirá que la belleza nos atrae porque es visible, ya que si el hombre pudiera ver la sabiduría sería inmenso su gozo. Pero a esta belleza el filósofo se referirá mediante la reminiscencia, ya que no puede aceptar la presencia inmediata, mientras el poeta estará poseído por esa misma presencia, por su apariencia, por su brillo y su hermosura que es perecedera y por ello se aferra a ellas, que es por lo mismo que el filósofo las rechaza, porque sabe que son perecederas y la razón sólo admite aquello que es eterno. La diferencia entre el filósofo y el poeta es que el primero parte hacia la búsqueda del ser, y el segundo no necesita buscarlo porque sabe que lo tiene, que es un don, una gracia recibida que lo posee.
Al igual que Platón salva al hombre de los dioses tiránicos gracias a la razón, también lo librará de la carne, de las pasiones que residen en el alma como degradación de la misma, y que el poeta era el único que se complacía y entregaba a ellas. La naturaleza del alma humana está en su contacto con lo divino, inmortal y eterno, para la filosofía la naturaleza humana es razón, y mediante ella se efectuará la separación del alma de la carne, del cuerpo. De nuevo se impone el ascetismo, que será según Zambrano el lazo de unión entre la sabiduría griega con el cristianismo. El filósofo,

No obstante esta unión de filosofía y poesía gracias a las ideas platónicas, «en el momento histórico llamado Época Moderna, la Filosofía volvió a nacer segunda vez, renació y con ello sus pretensiones imperiales fueron presentadas de nuevo, pero de diferente manera». María Zambrano ve en la filosofía y en la religión cristiana una unidad de pensamiento a la que se incorporó la poesía, y de la que es muestra la Divina Comedia , unión de poesía, religión y filosofía, así como el camino de la mística. Pero en aquellos momentos se abandona la esperanza que suponía el ser que se podía hallar más allá de la muerte. Se trata ahora del ser en este mundo, el ser individual, y para ello la filosofía se instala en el campo de la creación. En la religión la voluntad y libertad divinas serán sus temas principales, mientras en la filosofía es la existencia humana individual. La metafísica consistirá en voluntad y libertad, desde Kant, Fichte, Schelling hasta Hegel. María Zambrano llama a esta metafísica de la voluntad y la libertad de la existencia humana individual, metafísica de la creación, pues la noción principal va a ser la creación con lo que el arte se constituye en fundamental en este tipo de metafísica. El arte es el absoluto, una de las formas sensibles en las que el Espíritu Absoluto se manifiesta, como dice Hegel. Es la fase del Romanticismo, donde poesía y filosofía se vuelven a unir por última vez. María Zambrano cita a Schelling, Novalis y Höderlin, y también al francés Victor Hugo. Resulta extraño que la filósofa malagueña no nombre al filósofo romántico alemán Friedich Schlegel, quien tiene bastantes estritos sobre poesía y filosofía en un sentido muy afín a la autora malagueña.
Después vendrán Baudelaire y Kierkegaard, quienes se rebelan contra la idea romántica de lo sublime de la creación artística y separarán la poesía de la metafísica, trayendo ambos la conciencia y lo consciente como fundamento de la existencia individual. Tanto la poesía como la filosofía quieren ser el absoluto, ambas compiten por poseer la verdad. La poesía comenzará a teorizar igual que la filosofía, y ambas hallarán debajo de su absoluto a la angustia. En la comparación que hace María Zambrano entre la metafísica moderna y la filosofía griega encuentra una notable diferencia:

La metafísica europea es hija de la desconfianza, del recelo y en lugar de mirar hacia las cosas, se vuelve sobre sí en un movimiento distanciador que es la duda. Y la duda es, ya en el “padre” Descartes, la vuelta del hombre hacía sí mismo, convirtiéndose en sujeto. Y es el alejamiento de las cosas, del ser que antes se suponía indudable. Descubrimiento del sujeto, intimidad del hombre consigo mismo, posesión de sí y desconfianza de lo que le rodeaba. La virginidad del mundo se había marchitado y ya no volvería a recobrarla.


Y el camino no deja de ser paralelo al que antes vimos, en Grecia. Allí la poesía retrocede ante la “violencia” y se queda adherida en la presencia de las cosas en la admiración primera. Reducido para siempre al asombro primario ante el universo, ante su belleza y su luz fugitiva. Ahora, en este segundo camino del hombre, el poeta se queda atrás también, no llega hasta el abismo de la libertad que conduce a ser “sí mismo”.




La metáfora se basa en dos términos diferentes que se refieren a cosas distintas, creando con ello un nuevo significado en su interrelación, «la metáfora sintetiza, superponiéndolos, campos conceptuales distintos. Y cuando más alejados estén éstos entre sí y más sorprendente sea la “superposición”, mayor será su poder de innovación. No tiene por qué existir, en principio, ninguna similitud entre ambos términos: la metáfora es el acto integrador que crea dicha similitud».
Siguiendo la definición de metáfora de Ortega y Gasset, Chantal Maillard nos muestra en primer lugar como la metáfora es un acto, una actividad que realiza el sujeto, el sujeto no sólo la «emplea» sino que la «efectúa», por tanto es un error entender que la metáfora encierra una semejanza real entre sus elementos, pues la finalidad es crear un nuevo objeto, que Ortega y Gasset designa con el nombre de «objeto estético», y en segundo lugar si la metáfora no consiste en una identificación real, donde esta identificación se verifica no existe metáfora. La similitud entre los términos pierde su eficacia al estar destinada a la destrucción del objeto real y la adquisición de un nuevo «objeto estético» imaginario. La imaginación o los mundos imaginarios serán, tanto para Ortega como para Chantal Maillard, el verdadero campo donde se debe incluir a la metáfora, diferente por completo a la relación analógica que sustenta al símbolo, ya que la superación de las diferencias sólo puede efectuarse en el universo metafórico y no en el simbólico. «Para Zambrano», nos dice Maillard, «no sólo existe el camino de la gramática a la metafísica, sino que en ello radica precisamente su empeño: en expresar mediante la palabra dimensiones que, por no acceder al campo de lo fáctico, no han tenido derecho a ser objeto de conocimiento y, menos aun, de consenso. La metáfora, por tanto, será el acto o actividad dentro del lenguaje tensivo poético más adecuado para expresar esa otra realidad oculta del hombre, es decir, el ser del hombre, y siguiendo a Ph. Wheelwright analiza las características del lenguaje metafórico dentro de los tres planos en que puede presentarse «la realidad viviente»: en su presencialidad, unidad y perspectividad.
En cuanto a esta última, según Ortega, lo real no corresponde con las ideas, las ideas son irrealidades y por lo tanto la realidad no es perspectiva, sino que esta la pone el pensamiento, esto es, no es real, nunca las ideas podrán contener a la realidad. Para Chantal Maillard «Todo pensar es necesariamente metafórico y abstracto: abstraído de la realidad, o sea, irreal. La vida humana, su cotidianidad, no alcanzará nunca a enmarcarse en la abstracción del pensamiento por la sencilla razón de que lo en ella está “a la vista” es sólo el contorno; todo lo demás conforma un contenido latente, al que Ortega denomina horizonte». La metáfora es la única forma capaz de expresar esa otra parte de la realidad que se escapa a la mirada normal o científica.
La razón poética logra una «unidad» poética dentro de la realidad metamórfica, múltiple y fragmentaria, ya que la creación poética y en ella la metáfora es también de carácter metamórfico.
La «presencialidad» es entendida como la realidad dada en su plenitud, algo que la poesía o el espíritu mítico comparten, «por cuanto que ambos revelan la presencia de lo sagrado que late en las cosas […]. Zambrano se refiere expresamente a la metáfora como definición de una realidad inasible y supervivencia de una sacralidad anterior al pensar […]. Es la metáfora un modo de recuperación de esta primitiva unidad, es “manera de presentación de una realidad que no puede hacerlo de modo directo; presencia de lo que no puede expresarse directamente, ni alcanzar definición racional…”». La presencialidad se caracteriza por su carácter mostrativo, no es representativa y además no necesita de la explicación, por ello el arte y sobre todo el lenguaje poético tensivo, metafórico, es el más apto para captar esta presencia de lo sagrado.
Dos aspectos significativos recoge Chantal Maillard en su libro, el primero hace referencia a la dimensión especular de la metáfora: «la metáfora como desvelación de los contenidos de las zonas oscuras mediante el trabajo simbólico del inconsciente», y el segundo a la dimensión constructiva de la metáfora: la metáfora como creación de la persona a través de sucesivas identificaciones».
En cuanto a lo primero, la metáfora como desvelación del ser, o la metáfora como forma emergente del ser desde las zonas oscuras, desde el material sumergido o logos sumergido como también se le ha llamado, Maillard hace la distinción entre el enfoque psicoanalítico de Freud y Jung. En el primero el símbolo es comprendido como la expresión de un deseo reprimido el cual necesita de una cura a través de la conciencia; el segundo supone un aprendizaje de esos mismos símbolos que han quedado sumergidos bajo las normas, por lo cual se trata en este caso de la ordenación de ese mundo interior y desconocido, el logos sumergido sería la propia ignorancia de uno mismo, sin embargo existe un «enorme potencial que tiene la energía psíquica para crear formas —metafóricas: reales— de penetración en estas zonas vedadas en principio a la conciencia». No se trataría de encontrar en ese logos sumergido ciertas verdades ocultas, sino que es la fuerza lúdica de la imaginación, no la capacidad discursiva, nos dice Maillard, la única capaz de sacar esos materiales ocultos.
También en esta parte se trata de ver como se expresa el trabajo metafórico con respecto a la realidad personal y no como antes hemos visto con respecto a la realidad empírica. Para ello sigue Maillard las mismas características anteriores de presencialidad, unidad y perspectividad. Con respecto a esta última resulta claro que el concepto es idéntico y único en sí mismo, mientras la simbólica onírica refleja la variedad de perspectivas. En cuanto a la unidad, se trata de reunir todas las posibles imágenes en una identidad creadora. Los griegos inventaron a los dioses como imágenes mediadoras para poder expresarse o expresar la múltiple realidad, pero lo hicieron en el modo simbólico no metafórico, para más tarde buscar la unidad en la razón:

Respecto a la presencialidad del ser del hombre como emergencia a través de la metáfora, Maillard la enfoca de dos maneras. La primera es referida a los sueños, el ser personalizado en los sueños se consigue en los diferentes y breves despertares de la conciencia, entre la atemporalidad del sueño y la temporalidad de la conciencia se consigue una suspensión, una anulación de los sentidos que abre el espacio propicio para la palabra poética.
La otra forma es el despertar a la totalidad del ser, para ello se tiene que encontrar un lugar, denominado metafóricamente por Zambrano como el Claro, donde la razón ha sido ya rendida, un espacio vacío donde hay que dejar fuera las ideas, las creencias, etc., lo que Maillard identifica con el personaje, y así lograr una visión, una escucha a la que ha llevado la razón poética. Ese espacio de claridad, la última metáfora, es la nada, una nada creadora que «significa el paso más allá de la oposición del ser y de la nada. Y es, sobre todo, el paso más allá de la propia tendencia de la mente a pensar opuestos, lo cual es lo mismo que decir el paso más allá de la razón discursiva».
Por último Chantal Maillard se refiere a la metáfora como creación de la persona. La función emergente que tiene la metáfora en cuanto al ser en el logos sumergido que acabamos de ver también se realiza en la creación de la persona. Hay que diferenciar entre personaje y persona, ya que el primero «es, a modo de máscara, una función del propio ser sumido en el acontecer. Todo personaje corresponde a una imagen y lleva consigo un conflicto desde el instante en que el sujeto cree en la identidad de tal imagen con el ser auténtico sin lograr desentrañar, desvelar, su auténtica condición. Se trata, pues, de una identificación que el sujeto deberá romper para superar el conflicto y lograr el acuerdo con su ser. Esta ruptura supone para Zambrano el paso por la conciencia: el despertar». Por tanto los diferentes procesos de identificación/ruptura/identidad serán los que vayan construyendo o creando a la persona, primero el sujeto se identifica con un personaje aprendido, para luego interiorizar el conflicto en la conciencia, y terminar con la ruptura y creación de un nuevo sujeto. Se obtiene así, según Maillard, los polos correspondientes a una situación metafórica. «La destrucción del personaje es entonces ruptura de un espejo en el que iba “la propia vida”, que al fin y al cabo es traslación de imágenes; no así “el propio ser”, que emerge de los cristales esparcidos, de la derrota, del angustioso encuentro, en el vacío, con la huella dejada por la imagen».
La teoría de Chantal Maillard es desde luego atractiva y supone un esfuerzo discursivo para aclarar lo que es la razón poética y como se expresa, pero los términos empleados, símbolo, metáfora, sujeto, persona, son difíciles de diferenciar y de definir; además, no se entiende bien como emerge el ser y la persona mediante la metáfora, ya que no existe ningún ejemplo sino que todo se reduce a pura teoría. Pero como ya decimos su propuesta nos parece muy interesante al recoger una parcela importante del estilo intuitivo y poético de María Zambrano como es la metáfora o el universo metafórico.
Existe un texto de María Zambrano que para nosotros es muy importante en cuanto a su forma de entender y expresar la razón poética, se trata del ensayo “Por qué se escribe”, 1934, incluido en su libro Hacia un saber sobre el alma, pues en definitiva de lo que se trata es de encontrar un estilo o lenguaje que se corresponda con ese mundo oscuro o logos sumergido y al mismo tiempo expresar la vida en su continuo vivir y la realidad en su multiplicidad. Para ello hemos visto que Zambrano intenta aunar filosofía y poesía como única forma de expresar lo que la razón idealista y trascendental califica de no-ser: los sentimientos y su sentir originario. Pues bien, en este ensayo Zambrano expone una teoría de la escritura, lo que ella entiende por escritura y por tanto lo que nosotros debemos entender a la hora de analizar su obra, «su» escritura. Es en ese espacio de la escritura donde acontece la revelación del ser mediante una escritura no discursiva ni lógica y más amplia que la «metáfora» de Chantal Maillard. Este texto de Zambrano ha sido analizado de diferentes formas por Ana Bubdgaard quien la califica de «escritura del centro» y de la que nos dice: «remite la autora en ese artículo de 1934 a la experiencia reveladora de una escritura fluida, libre de retórica ornamental con fuerza propia como para establecer una “comunión espiritual” con el lector. La escritura, dice allí Zambrano, habría de ser un espacio ontológico que revelara el “secreto” que visita al “autor” en soledad. Así considerada, la escritura suponía un verdadero proceso de “depuración” del lenguaje comunicativo, pues se trataba justamente de desnudar de lenguaje a las palabras para hacer posible que en ellas tuviera acogida la experiencia del ser […]. Esta escritura tendría el carácter de acontecimiento y sería idónea para expresar un pensamiento que aprehendiera la realidad más profunda del sentir originario de lo sagrado y que se abriera a un centro de creatividad». Por lo tanto este tipo de escritura debe ajustarse a una forma de expresión figurativa basada en juegos del lenguaje, lo que quiere decir la creación de nuevos sentidos a través de significantes diseminados en ese logos sumergido, para que de su combinación intuitiva puedan surgir los nuevos significados o sentidos de un sentir original y originario. «La escritura del centro de Zambrano», nos dice A. Bubdgaard, «en su descenso hasta lo más profundo de lo real acudirá con intensidad cada vez mayor a recursos poéticos como el ritmo, la fragmentación de la sintaxis o la frecuencia de símbolos, alegorías, mitos y a metáforas filosóficas enriquecidas con nuevos sentidos, como la del corazón y la luz, la de la aurora y el claro del bosque o las del sendero, el desierto y el mar […], Zambrano subraya que la realidad plana de los hechos controlados por la razón científica provoca ese olvido del ser. Por otro lado, simultáneamente, emerge en ese discurso una oscuridad epistemológica cuya finalidad es demostrar que hay una verdad que no puede ser representada mediante una razón científica ni mediante un lenguaje comunicativo referencial».
Es claro que la escritura de Zambrano tiene como centro la palabra originaria, aquella que no puede decirse y que la razón poética trata de revelar mediante un lenguaje no referencial pero sí comunicativo, pues el acto de la escritura se cierra, como dice Zambrano, con la lectura, con el lector, adelantándose con ello a la poética de la recepción: «Un libro, mientras no se lee, es solamente ser en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado […] todo aquel que primeramente tropieza con una verdad es encontrarla para mostrarla a los demás y que sean ellos, su público quienes desentrañen su sentido». Según Ana Bubdgarrd,
La palabra originaria anhelada por Zambrano era en sí metáfora de un lugar no tocado por la sombra del conocimiento. A ese lugar quiere llevarnos la autora mediante la acción de un lenguaje que abre mundos sin referente. La razón poética quería llevar al lenguaje lo que el lenguaje no puede decir y lo hacía conjugando realidades dispares por la acción metafórica. Su discurso es tensional, pues capta dinámicamente un movimiento de construcción y destrucción del lenguaje. Por un lado, a nivel de manifestación discursiva, se suceden en la escritura zambraniana serie de juegos retóricos, imágenes, símbolos, símiles, metáforas, alegorías y mitos, por otro, la enunciación de la escritura, desmonta el juego retórico entre signo y significado, falacia que afecta a la propia palabra originaria, que siendo ella misma matriz del lenguaje, no tiene posibilidad de ser representada en la perfomancia discursiva.
Para Bubdgaard la razón poética no se puede retrotraer al nivel de un concepto teórico y señala a la ideología que responde el término:
La razón poética es una metáfora acuñada para dar expresión al anhelo de encontrar una razón capaz de aprehender en su fluir la realidad de la vida del hombre concreto de «carne y hueso», realidad que no había logrado captar o expresar el logos de la razón trascendental del idealismo racionalista de la modernidad. La razón poética podría sin duda ser considerada una razón crítica de fundamento ético, pues se trata de una razón que quiere integrar lo heterogéneo e irracional y que, por eso mismo, es receptiva, abierta a la pluralidad y piadosa en cuanto que sabe tratar con diferentes niveles de la realidad. Es razón vital, pero no histórica, ya que el logos creador propuesto por Zambrano privilegia la simultaneidad de los tiempos, es decir, la temporalidad subjetiva.
Para Ana Bubdgaard la razón poética pertenecería a la posmodernidad, no entendida como un momento epocal, «sino como la modernidad autocrítica que se distancia de la otra caras de la modernidad, la socialmente progresiva, racionalista, competitiva y tecnológica, ya que el sistema de aquella desconstruye la pretensión de la metafísica objetivista de Occidente de poseer la verdad sobre el enigma de la existencia […], es una razón ambigua y contradictoria, en muchos casos, pues rompe de forma radical con el espíritu de la modernidad, la del conocimiento idealista y materialista en sus formas modernas. Postulo, pues, que la razón poética es modernista en lo que tiene de prolongación y similitud con la visión del mundo de las vanguardias y del surrealismo y es tardomoderna o posmoderna en lo que tiene de corrección crítica de la modernidad.
Por tanto, la crítica de esa razón poética a los sistemas cerrados de la razón logocéntrica es una crítica a los «grandes relatos» de la modernidad, el sueño creador es el desvanecimiento del sujeto de la razón moderna, el lenguaje poético frente al lenguaje discursivo, todo ello en una nueva economía significante donde el fragmento y la aporía constituyen la nueva sensibilidad de esta posmodernidad que señala Bubdgaard.
La razón poética no es tanto una metáfora como dicen Maillard y Bubdgaard, como una escritura cuyo centro es la palabra originaria, el significante primero alrededor del cual el lenguaje gira y se mueve atraído por ese sentir original, por esa zona oscura, hallando de vez en cuando una cercanía o una presencia que tan sólo se puede representar como huella de lo sagrado, nunca como presencia plena, ni siquiera como recuerdo de una ausencia o una verdad, pues la huella no existe, pertenece al mundo de las imágenes psíquicas, lo verdadero sería, entonces, tan sólo desvelar el camino hacia esa huella.
La razón poética de María Zambrano no pertenece al logos racionalista que ha dominado el pensamiento desde siempre y ha privilegiado la presencia, al ser del ente como presencia, y al habla y la voz como lo inmediatamente más próximo al pensamiento, a la verdad y al alma, al mismo tiempo que excluye a la escritura como algo exterior, como reproducción secundaria del habla, como representación gráfica, imagen del habla, materia exterior al espíritu. La voz, el habla, sería lo incorpóreo mientras la escritura sería lo sensible Pues bien, Zambrano en este texto sobre la escritura toma partido por la materialidad de la escritura en vez de por el sonido o la voz, ya que lo que hace el escritor es grabar, fijar las palabras sin voz y así hacerlas perdurables. Zambrano se aparta en este texto del fonocentrismo metafísico occidental, que privilegia la voz frente a la escritura. La razón poética de María Zambrano no busca la presencia o la voz plena como verdad del alma o palabra originaria, sino que «busca» aquellos momentos en que la diferencia entre lo inteligible y lo sensible todavía no se ha instaurado, por ello la aurora y la niebla son sus metáforas, son el momento de la apertura, donde lo que prima no es lo que aparece sino el aparecer; en la niebla, en la aurora, todavía no se «ven» las cosas, el mundo, es lo no-visto, un momento de apertura donde se confunden los contornos, abre o limita el espacio o el tiempo donde todavía no han aparecido las diferencias, es el momento de la «vivencia», de lo «vivido», de lo «sentido» o de lo «revelado», que ni está en el mundo ni en otro mundo, sino que es la apertura misma. Ni es presencia ni es ausencia, ni es antes ni es después, es la producción de la huella de lo sagrado, que cada uno «vive», ese instante donde la totalidad de la realidad es «vivida», pero si queremos representar lo no-visto, o bien lo no-oído, sólo es posible mediante una escritura que se haga cargo de esos puntos ciegos desde donde se produce la visibilidad sin ser vista: el claro, la niebla, la aurora, y tantas otras metáforas que producen su propio texto, su propia escritura, ya que no existe un afuera del texto, y de esta forma se libra o libera de un significado trascendental y constituye entonces una alegoría de lo originario; más que un sistema metafórico, la razón poética sería un alegorismo, la alegoría del conocimiento o del conocer, o más bien la imposibilidad del conocer, de agotar el sentido, pues sólo una escritura que «hablara» de lo «otro», de lo no-conocido, es la única que puede desarticular la unión orgánica entre signo y significado que pretende conocer el mundo. De tal manera que esta escritura desbordaría los sistemas de representación de la razón logocéntrica y su metafísica, y al mismo tiempo desestabilizaría cualquier sentido basado en la verdad de la razón, su economía estable de producción de sentido. En principio sería la retoricidad de todo enunciado la que sustentaría la tesis de una igualación entre los diferentes discursos, filosófico, poético; y segundo, pone al desnudo la construcción idealista y trascendental de una dialéctica entre sujeto y objeto. La alegoría de la imposibilidad del conocer racional remite por tanto a una potencia de significación que siempre es anterior, que no se agota en una interpretación o en una verdad, —una razón—, sino que siempre le antecede «algo otro» sobre lo cual la razón logocéntrica, discursiva, no puede dar cuenta. Sólo a través de lo retórico, del lenguaje como escritura, de la tropología, de la fragmentación, es decir, de lo poético, sería la única forma de acercarse a lo que María Zambrano llama lo sagrado o lo divino; en definitiva, lo sagrado, lo originario sería propiamente el no-sentido, el no-conocer, lo que la filósofa malagueña llama «la nada», pero una nada creadora, siempre abierta a un potencial de significación que no tiene por que ser la separación con la vida y con la realidad, ni un logos que aprisione o encadene ese potencial de significación, de libertad, en una verdad única, inmóvil, lógica. La alegoría de la filosofía, la escritura de la razón poética, vendría a criticar precisamente el olvido de la filosofía de la propia retoricidad de todo lenguaje, y a condenar un modo de conocer que parte de la voluntad de poder, el engaño de un logos, o su ceguera, para reconocer otra visión que no sea la de la verdad de la razón excluyente, de la razón instrumental incapaz de hacerse cargo de lo poético, o que se basa, más bien, en hacer olvidar lo poético, lo heterogéneo, lo retórico. Pero de lo que se trata, en definitiva, una vez que se ha hecho la crítica de los conceptos de la razón discursiva y se ha liberado de lo simbólico, es la manera de encontrar un lenguaje que corresponda a ese estado que Zambrano denomina «persona», por ello la alegoría es la fórmula para la enunciación de la persona, un tipo de recurso expresivo capaz de enunciar «lo otro» si no quiere verse de nuevo apresado en el mundo simbólico de la metafísica, y debe renunciar a la forma discursiva del ensayo y promover un tipo de escritura fragmentaria, heterogénea, incluso que asuma de forma crítica su propia comprensibilidad, un tipo de escritura que establece y desestablece la inteligibilidad al no regirse por el lenguaje normalizado de la razón.
Zambrano propone una nueva escritura en la que lo «poético», en su misma estructura, es el único lenguaje que reconociéndose en su retoricidad puede dar cuenta del «no-sentido», del «no-conocer», que la razón idealista y trascendental arroja fuera de su sistema dogmático como el no-ser.
Es posible reformular la noción de lo sagrado desde otro punto de vista, sin por ello perder la noción de escritura poética. Nos referimos en concreto a esa idea de un sujeto anterior a la Ley, un estado de naturaleza anterior a la sociedad o el Estado, y que gracias a Ley produciría el contrato social, o un estado de sexualidad plena anterior a la Ley que produciría el contrato heterosexual masculino, o bien un estado del sentir anterior a la Ley que produciría el contrato de la razón. Es decir, una economía significante que gracias a esa Ley del Padre establecería lo Simbólico como universal y la prohibición u olvido de ese estado anterior a dicha Ley Paterna que no sería otra cosa que la prohibición del incesto. Lo sagrado, entonces, sería ese estado anterior al contrato de la razón, de la Ley que prohíbe, margina o separa a la poesía, ese estado anterior a la pregunta por el Ser. Pero sabemos que no existe ese estado anterior, ese sujeto prejurídico, sexualizado o prediscursivo, anterior a la Ley que pueda ser recuperado, pues el mismo estado anterior a la Ley es producido por la misma Ley para establecerse y generar lo Simbólico, pero también sabemos que esta imposibilidad de acceder a ese pasado por el sujeto creado por la Ley ha llevado al fracaso de lo Simbólico: el Estado ha sometido a dominio y explotación a los participantes libres de ese contrato social, la heterosexualidad masculina ha dominado y explotado a la feminidad y a otras formas sexuales o de género no basadas en el contrato heterosexual, y la razón ha sometido a toda otra posible forma de conocer o de sentir bajo el dominio de una razón instrumental. Sin embargo, ese mismo fracaso que hoy percibimos de los objetivos de lo Simbólico, del sometimiento a la Ley, hace que resurja esa realidad original y fundamental que puede ser verbalizada mediante una escritura que establece que esa misma limitación del sujeto ante la Ley es precisamente su padecer. Tal y como dice Zambrano el ser del hombre es su padecer de saber que tiene que alcanzar su ser, y por lo tanto esa escritura poética es una subversión de lo Simbólico, de la Razón, que no deja otra alternativa que un padecimiento discontinuo. En este sentido podríamos establecer una conexión entre lo semiótico que habla Julia Kristeva y la razón poética de Zambrano. Pues para Kristeva lo semiótico, entendido como el lenguaje originado por el cuerpo materno libidinal, es una escritura de la subversión del orden Simbólico revelada igualmente por una escritura poética, según ella, capaz de desplazar a la Ley Paterna, lo semiótico sería anterior por tanto al significado, pero coexistente con lo Simbólico. Lo poético o semiótico de Kristeva rompe con la Ley del incesto y su tabú y se acerca a la psicosis, igual que para Zambrano lo sagrado o su escritura poética se acerca a estados de locura; formas, ambas, de lo heterogéneo y la multiplicidad. En cierta forma esa psicosis de lo semiótico, o esa locura de la razón poética se acerca también al concepto de lo Real de Lacan, aquello que no puede ser articulado por el lenguaje, aquello que no accede por tanto a lo Simbólico, el vacío o la enfermedad mental sería lo Real. Esta subversión del logos racionalista de la identidad por medio de lo semiótico, la razón poética, lo sexual o la locura mental, no puede efectuarse fuera del mismo mundo Simbólico, de la Razón o de la Ley si no quiere uno encontrarse atrapado en otro mundo que también obtiene su identidad de un concepto cerrado y limitado aunque lleve el nombre de lo heterogéneo u otro similar. Por ello, la propuesta de Zambrano de una razón poética resulta tan atractiva, pues incluye o aúna ambos lados, lo Simbólico y lo Poético en una escritura que no es anterior ni posterior a la Ley o al incesto, sino que resulta ser una escritura incestuosa de lo Poético anterior, original, y lo Simbólico establecido, y por lo tanto abierta a toda posibilidad o creatividad de un nuevo imaginario. Una razón poética que trae a la luz una escritura de ámbito mediterráneo, un espacio para la claridad, la vida, el mestizaje feliz de los lenguajes y los cuerpos, opuesta al logocentrismo de la razón occidental, oscura e ideal,

María Zambrano continuará los escritos que a partir de 1905 y 1915 los escritores de la generación del 98 y más tarde la generación del 27 se habían preocupado por la obra de Cervantes con ocasión de su tercer centenario, como Unamuno, Ortega y Gasset, Azorín y Pedro Salinas entre otros.
Su primer trabajo donde nos habla del Quijote se publicó en 1937 con el título de “Reforma del entendimiento español”, trabajo muy apegado a las circunstancias históricas que vivía nuestro país. Ante la pregunta por la parálisis que sufre España a partir de Felipe II y que continuará durante dos siglos más, y en el momento donde surge el dogmatismo contrarreformista del ser español, de un dogma sobre España, católica, unida, cerrada, siempre la misma, Zambrano nos dice que Cervantes nos presenta a través de su obra, Don Quijote, el fracaso español, «por eso tenía que ser la novela para los españoles lo que la filosofía para Europa […]. Nuestra novela, desde Cervantes a Galdós, pasando por la picaresca, nos trae el verdadero alimento intelectual del español en su horror por el sistema filosófico; es en ella donde hemos de ver lo que el español veía y sabía y también lo que el español era. También de lo que carecía».



Volviendo a Zambrano, los ensayos posteriores sobre Cervantes y Don Quijote, se alejan de las circunstancias dramáticas en que fue escrito el anterior: “La mirada de Cervantes”, 1947, “La ambigüedad de Cervantes”, 1947, “La ambigüedad de Don Quijote”, 1965, “Lo que sucedió a Cervantes: Dulcinea”, 1955, pero 1965, y “La novela, Don Quijote. La obra de Proust”, 1965, nos muestran a un Don Quijote como el más claro mito español e imagen sagrada. La característica principal va a ser ahora la ambigüedad del personaje y del autor y, por supuesto, del nuevo género que con Cervantes aparece: la novela.
María Zambrano va a mantener en principio un diálogo intertextual con dos obras aparecidas anteriormente y que también supusieron una forma de búsqueda del enigma de lo español a través de la obra de Cervantes, nos referimos a Vida de don Quijote y Sancho, 1904, de Unamuno, y Meditaciones del Quijote, 1914, de Ortega.
De la interpretación de Unamuno sobre el personaje se distanciará María Zambrano, pues al querer hacer el filósofo salmantino a Don Quijote un héroe de tragedia y por lo tanto desprenderlo del género que lo hizo nacer: la novela, con lo que le priva de su ambigüedad. La consecuencia de ello es para María Zambrano «La imagen de una España eterna, enteramente consumida por la idea de una España transhistórica aparece líricamente en el libro de Unamuno y atraviesa cada vez más obsesivamente toda su obra». Zambrano diferenciará entre tragedia y novela, la última «es el relato de lo que un hombre se figura que es», mientras que la primera «nos dice lo que a alguien le pasó de verdad». Diferencia también entre la angustia trágica y la soledad de la novela. Unamuno lo que quiso es rescatar a Don Quijote de la locura e insertarlo en la fe, un Quijote cristiano.
El libro de Ortega no se refiere al personaje como es el caso de Unamuno, sino al libro y al autor. Ortega quiere disolver la ambigüedad por medio del conocimiento, el pensamiento nos descifrará cual es el enigma, el conflicto de la novela, y así de esa forma desencanta al mundo poético en el que Don Quijote se nos muestra, es la aceptación total de la realidad inmediata de la historia. «Cervantes recogió con la ambigüedad del novelista máximo —piedad e ironía— la novelería de España, más aún que la tragedia de un singular caballero de la Mancha que venga a encarnar nuestra tragedia en este mundo».
La ambigüedad de Don Quijote forma parte de la ambigüedad de la novela. La novela se libera de los dioses y del sufrimiento trágico gracias a lo humano, a la conciencia. Los personajes de la novela se muestran en un tiempo y espacio diferente al de la tragedia, los de la novela pertenecen al mundo en que vivimos y encerrados en el tiempo de la conciencia, pasado, presente y porvenir, solo actúan en un solo plano y con ello renuncian al «tiempo de la evolución creadora», el tiempo de la intuición bergsoniana, mientras en el mundo del mito es el hombre el que actúa dentro del tiempo e incluso puede mezclarlos; para Zambrano, esto significa que el horizonte se ha estrechado y ya no caben acciones heroicas sino ambiguas, «pues ¿qué es lo ambiguo, sino el resultado de una falta de anchura en el horizonte para contener ciertas acciones, ciertas criaturas?; la incapacidad de la conciencia para albergar enteras a ciertas realidades que en otro espacio más amplio y modulado serían puras, inequívocas y aún simples». En el mundo de la novela, que es al mismo tiempo el mundo de la libertad, el personaje se piensa a sí mismo, se inventa a sí mismo, se sueña, y al soñarse se dota de un ser: lo heroico pasa a ser ahora invento, sueño, novelería. «Así, la máxima ambigüedad humana estará recogida por la novela y no vista por la filosofía, la ambigua acción de inventarse a sí mismo. Lo que antes era mandato o fatalidad de los dioses, en el mundo de la conciencia es propia invención del individuo, que ha pasado en su pretensión a vías de hecho, que se ha tomado humanamente la justicia por su mano».
La ambigüedad del personaje conlleva también su liberación, pues Don Quijote está loco, enajenado, un loco sagrado y por ello ambiguo, que está poseído por su afán de libertad y de liberar. Para María Zambrano esta ambigüedad del héroe está representada en el esfuerzo que realiza Don Quijote por la liberación de todos los que encuentra en su camino y sea él mismo el más necesitado de liberación; esta es la ironía cervantina que recorre todo el libro. Para Zambrano el mundo actual es el de lo humano, el de la conciencia y por tanto ningún ensueño heroico puede vivir sin tornarse burla. La ambigüedad de la obra reside en ese choque entre el sueño y la realidad.

Desde el comienzo del ensayo Zambrano señala que Galdós nos dio en poesía el ser de España, de una España del siglo XIX «que no es sino sangre; sangre que mana a borbotones de un cuerpo desgarrado, de unas entrañas que siguen siendo fecundas». Galdós nos ofrece, según Zambrano, la vida del pueblo español anónimo, el mundo de lo doméstico, lo cotidiano, sujeto real de la historia en un tiempo que está por debajo de los hechos, una vida al margen del tiempo de los grandes hechos: «la huella de lo histórico en la vida pobre y sin nombre». Dar vida a ese monstruo que España es en aquellos momentos, a esa «España del harapo y la locura, de la mezquindad y el disparate, de la prodigalidad y el absurdo», sólo es posible gracias a un cierto saber que Zambrano cifra en el «realismo español», realismo que es para la pensadora malagueña una forma de conocimiento del que se ha nutrido la cultura y el saber popular. Frente a la insuficiencia y agotamiento del saber racional y abstracto el realismo español mantiene un contacto poético con la realidad y la vida: «el realismo español será algo mucho más que una cualidad y más decisivo que un estilo; será simplemente la actuación de este género de saber en el clima hostil de una cultura de origen racionalista que va agotando su ciclo. Será la actuación continua y humilde de una razón que no ha comenzado por nombrarse a sí misma, por establecerse a sí misma; de una razón o manera de conocimiento que se ha extendido humildemente por seres y cosas […]. Razón esencialmente antipolémica, humilde, dispersa, misericordiosa». Zambrano repite aquí su teoría de que la vida sólo puede ser mostrada por la poesía, pues la filosofía lo que hace es encerrarla en un mundo sistemático de abstracciones, y convertir lo heterogéneo, la vida, la realidad, que como venimos viendo es el no-ser que ha decretado la razón, en lo homogéneo, en lo uniforme: «Mas entre nosotros, la mente no ha sido despegada de las cosas, de la vida, por violencia alguna, por apetito alguno de poder, y la vida ha triunfado siempre [...]. En la novela de Galdós, como en el realismo español, la fascinación de la vida ha triunfado sobre el poder de las ideas, sobre su prometedora fuerza de avasallar la realidad». Para María Zambrano el realismo como modo de conocimiento no abstracto ni racional será este vivir sin desprenderse de la realidad y más cercano a lo poético.
Pero María Zambrano vuelve, al igual que hiciera en su artículo sobre el Quijote de 1937, a las cuestiones palpitantes de su realidad, a la tragedia que padece el pueblo español, y sigue pensando que la tragedia viene del impotente Estado español y sus clases dirigentes que han dejado al desnudo el cuerpo de la vida española. La pregunta que se hace Zambrano es si ello afecta tan sólo al Estado español o se produce también en las entrañas de la cultura y vida española. Dos soluciones se han dado a este conflicto entre el Estado y el pueblo; una, que pretende que la crisis proviene de la defectuosa constitución del Estado español desde Felipe II, y otra que lo encuentra en la falta de integración de los ingredientes culturales del pueblo español, donde no ha sido capaz de actuar una fuerza de carácter unificador, a no ser la del poder. Misericordia de Galdós, dice Zambrano, nos da una tercera solución: «La sospecha estriba en que esa dualidad trágica esté motivada por una deficiente asimilación del pasado, como una falta de vivificación de todo nuestro ayer». Porque el hecho aceptado de la riqueza y diversidad de ingredientes raciales, religiosos y culturales del pueblo español, han sido asimilados por una «poderosísima corriente popular, unificadora de los diferentes linajes que intervienen en nuestra historia, de las distintas culturas que han ido en ella mezclando su savia», sin embargo, algo existe sin haber podido ser asimilado y transformado por el pueblo, «Residuo letal de un ayer cadavérico y que flota arrastrado por la corriente de las aguas vivas de la tradición […]. Por una parte, el pueblo; el pueblo usa lo que tiene, lo entrega, lo gasta […]. Pero, por otra parte, algo se le opone, en nombre de la prudencia a veces, de las “sagradas convicciones”, es decir, de las convicciones petrificadas […], “arraigadas convicciones” que reiteradamente se han revuelto contra la viva corriente que prosigue su curso, contra las secretas fuerzas que inocentemente mantienen en pie la cohesión íntima del pueblo español, mantienen en pie lo que se llama España». Es la divergencia sobre el pasado la que mantiene el sangriento conflicto de la unidad entre los españoles, por ello es preciso, comenta Zambrano, una revolución contra el pasado, pero una revolución que vivifique ese pasado y lo reabsorba en la cultura viva del pueblo y no aquellos que quieren desviar ese vitalismo del pueblo español al cadavérico y falso tradicionalismo.

Veamos ahora cuál es el análisis o la interpretación que sobre Misericordia y sobre todo su personaje central, Nina, Zambrano ensaya en el nuevo libro de 1960.
En la primera parte Zambrano nos habla de Misericordia como de una novela única, centro de su producción, y del conflicto que surge entre la vida personal y la historia, que tienen sus tiempos distintos. Distingue, posteriormente, entre personajes con ansias de ser y otros con hambre de realidad, ambos personajes de novela. Los primeros, por sus ansias de ser sacrifican la vida reduciéndola a un esquema abstracto, no viven la vida sino su vida, se consumen en sus ansias de ser; los otros, los con hambre de realidad, aparecen más allá de la vida y devoran la realidad y son devorados por ella, pues quieren ser como la realidad, sin padecer la vida. El personaje novelesco consiste en librarse de ese ser, ser de vida o ser de realidad, por ello Zambrano pide una verdadera historia que no novelice la vida, que sea «vivir» la vida viviéndola, y ello es Misericordia. Al final de esta primera parte Zambrano nos habla “En el lugar de la vida”, que otro personaje de Galdós, Tristana, participa de las dos especies de personaje, los que sacrifican la vida al ser y los que la sacrifican a la realidad, donde se confunden los personajes sin saber si han de vivir y si han de ser reales.

En su segundo apartado, “La realidad de la vida”, Zambrano nos refiere la relación de Nina con su señora. Como ya hemos visto, lo novelesco de un personaje consiste en inventarse a sí mismo, en tener un sueño, y mediante los diferentes despertares de la conciencia y su vuelta al sueño se convierte en una quimera, lo ambiguo por esencia, pues la ambigüedad no es más que el andar entre el sueño y la realidad. Zambrano se pregunta si Nina es novelera, si tenía su quimera, si su vida ofrecía esa ambigüedad de lo quimérico. La respuesta de la pensadora malagueña es que Misericordia es una ejemplar novela y Nina su centro, el centro de donde parte la visión de todos los demás personajes que están desposeídos de lo que fueron socialmente, son un fantasma de lo que fueron, de su pasado. Su señora, hundida en la realidad, en la miseria, también se hunde en la vida sin realidad, ante la pura y dura verdad. Nina será quien la levante con sus mentiras, Nina será su realidad y quien la devuelva a la vida. Zambrano imagina a Nina como un «ángel del umbral» o como «quien guarda el dintel».
La vida que se separa de la realidad no es real, no se siente, la realidad se pierde avasallada por la vida. Pero también la vida puede cobrar una extraña realidad, opaca, una totalidad sin unidad, la vida, real en su irrealidad. Así la señora de Nina vivía entre una situación extrema, la vida sin realidad que hunde al sujeto y ya no se siente y una realidad que pesa y no deja vivir. La señora ya no tenía quimera. Nina la levanta del abismo de irrealidad que es su vida, de su hundimiento en la vida a causa de una verdad que la arrastra, una verdad que es su realidad convertida en puro pasado, en realidad perdida. Nina es quien resiste, la realidad de su señora, y le forja una quimera no inventada aunque esté hecha de mentiras, pero de mentiras que pueden ser verdad. Nina la levanta del abismo sin tiempo, sin realidad, a la semirrealidad del ensueño, al presente de una vida casi sin realidad, pero ya hecha tiempo, entretiempo, entretenimiento. Nina ofrece mentiras, siendo en realidad una verdad: la realidad de la vida, la vida tiene que tener una resistencia, una realidad en qué sostenerse para poder «vivir». Pero Zambrano se pregunta: «vivir» de qué. Y la respuesta es «vivir» de una verdad, que no es otra que la realidad de la vida, con su hambre y su esperanza, «vivir» es buscar la realidad, luego la verdad de la vida es «vivirla». Si la vida no se vive, la vida está acabada antes que el sujeto acabe su vida, pues la vida ha de estar acabada cuando desaparece el sujeto.
No es extraño que el siguiente comentario de Maria Zambrano sobre la novela y su personaje centro se llame “En la verdad de la vida”. Nina le revelará a su señora la verdad de forma inconsciente, ya que Nina no necesita justificarse ante su vida, pues la vive, era una verdad vivida. La señora le pregunta sobre la cuestión de la dignidad, de las humillaciones, de la miseria, es la verdad de la señora y la de todo el mundo:
— ¿Y soportar, además de la miseria, la vergüenza, tanta humillación, deber a todo el mundo, no pagar a nadie, vivir de mil enredos, trampas y embustes…
Y la respuesta de Nina es su verdad de la vida, no su quimera sin tiempo de personaje de novela:
— Soporto todo eso y aún soportaría más, con tal de seguir sirviendo a mi señora.
Como Nina no pensaba la verdad, o la pensaba inconscientemente, no podía hundirla, Nina tenía que seguir viviendo la realidad. La verdad que le sobrevenía por un lado, y la realidad a la que resistía, la realidad de la miseria por otro, no era otra cosa que la verdad de la realidad de la vida, de su vida y de los otros que andaban a su alrededor. Una verdad, una realidad, que no era más que un infierno. El infierno de la historia de una verdad, bien una historia que no puede ser borrada, o bien una historia que se va borrando cuando va consiguiendo su ser de libertad; la primera la denomina Zambrano pasión, como la de Don Quijote, la segunda infierno, como el de Nina.
El siguiente comentario lo titula María Zambrano “El infierno de Nina”. La señora de Nina vivía en un infierno, el infierno de su historia, de su pasado que no podía olvidar, y ante esa situación la señora prefiere salirse de la vida antes que de la historia. Nina, por el contrario no tiene infierno y sí vida, pero, sin embargo vive el infierno de su señora del que no quiere salir, aunque hubiera podido servir a otra señora, aunque hubiera podido encontrar otro trabajo. La ambigüedad de Nina era tener vida, tener ser, «vivir» y haber caído en el infierno sin realidad de su señora, cuando Nina tenía el suyo propio: la verdad de la vida, que era su «vivir», y la realidad de la vida, que era ser mendiga de incógnito, entre esos dos mundos se movía Nina, esa era su ambigüedad. Cuando llega su final, cuando Nina es abandona por su señora, ella no va a otra casa sino que se mantiene en la intemperie, en el descampado, vive bajo unas tablas, pero frente a un horizonte que se abre, que se extiende, un horizonte de realidad, de vida, una esperanza que la mantiene.
Por último Zambrano en su epígrafe “Finalmente”, nos dice lo que ya quedaba por decir de Nina, cuando Nina en la última escena de la novela se queda lavando con las manos en el agua. Zambrano persigue la metáfora de esa agua en sus diversas simbolizaciones, que en verdad no son sino encarnaciones del propio ser de Nina: un agua pura; un agua que se entrega, que es donación; un agua que es nacimiento, materia viviente.