
Diego Ciudad
Elegía del poeta sin órganos
Siempre he sostenido que la poesía de Diego Ciudad es una escritura-medina, un flujo de palabras que te arrastran por las calles estrechas, serpenteantes, de su siempre la misma ciudad-poema, río-poema, torbellino semiótico sin código gramatical que sorprenden en cada esquina, libertad o utopía de perderse en el jeroglífico que nos aprisiona. En este caso un yo-máquina que registra como reflejo el caos, la insolencia o la desesperación del yo-mundo, poesía de fragmentos-palabras, mezcla explosiva, química de im-puros signos-palabras. Lenguaje-escritura que tiene su propia forma de leerse a sí mismo: signos de significados intercambiables, polifónicos; de significantes intertextuales, carnavalización subversiva; sintaxis desgarrada en la deriva de sus conexiones, quiebras, roturas; estilo que se realiza materializándose en la constancia de la multiplicidad, del vértigo, en la satisfacción de la página que nunca deja de ser infinita. Poesía que es prosa-filosofía-historia-vida-política-deseo y tantas cosas que no se pueden comunicar y resultan necesarias decirlas, como sea, necesidad que va más allá de cualquier sentido muerte-vida.
La poesía dialógica de Diego Ciudad es el campo de batalla que, como siempre, se embosca en una de esas máquinas implacables del excitante deseo-droga-capital-pornográfico; encerrado, acorralado en su-de-ellos cuerpo-máquina sin órganos, metáfora real, insaciable máquina-producción que seduce con sus brillos aparentes de infiernos, fantasmas, deseo teológico y falo negativo, a la que otra máquina-cuerpo responde con la poesía-disparo de su bolígrafo, que sólo hiere como mucho las rosas que habitan en el jardín, rojas, únicas que entienden esta artesanal máquina corporal.
Poesía antidiscursiva, antimáquina que reflexiona en el límite, en la frontera entre la necesidad y la libertad, fricción dolorosa que hace vomitar los automáticos códigos recibidos y olvidados cantos de ardor. Anarquía, belleza, dolor, repentinos y bruscos cambios de ánimo, emociones encontradas, discursos exaltados, ternura sin remordimiento, regresiones, proyecciones, imágenes, ritual. Viaje a uno y otro lado de uno mismo.
La poesía dialógica de Diego Ciudad es el campo de batalla que, como siempre, se embosca en una de esas máquinas implacables del excitante deseo-droga-capital-pornográfico; encerrado, acorralado en su-de-ellos cuerpo-máquina sin órganos, metáfora real, insaciable máquina-producción que seduce con sus brillos aparentes de infiernos, fantasmas, deseo teológico y falo negativo, a la que otra máquina-cuerpo responde con la poesía-disparo de su bolígrafo, que sólo hiere como mucho las rosas que habitan en el jardín, rojas, únicas que entienden esta artesanal máquina corporal.
Poesía antidiscursiva, antimáquina que reflexiona en el límite, en la frontera entre la necesidad y la libertad, fricción dolorosa que hace vomitar los automáticos códigos recibidos y olvidados cantos de ardor. Anarquía, belleza, dolor, repentinos y bruscos cambios de ánimo, emociones encontradas, discursos exaltados, ternura sin remordimiento, regresiones, proyecciones, imágenes, ritual. Viaje a uno y otro lado de uno mismo.


El protagonista, nos recuerda ahora, el momento en que llora al despedirse y escindirse su denostado y desposeido yo de su otro yo. Acaba de entrar en el territorio mustio de la muerte, no tiene nombre; pero no importa, esperará allí a su Yo gozoso que se ha quedado en la ribera de la vida. Ya le llegará su hora, entonces habrá elegía, verdaderos llantos, poemas-cenizas lanzados al viento. Ahora todavía no.
Ahora se recupera después de dormir, dispuesto una vez más a atravesar los límites, la frontera que le-nos enmarca, la compasión que humilla, el instrumento civilizado. Vuelve, regresa, va a la hoguera, al barro, al rocío; yo puro des-subjetivado, cuerpo-dolor, mística, uno pulsional separado. Imposible hablar de otra cosa; el protagonista lo siente, se disculpa, pero su nueva pantalla de percepción sólo refleja infiernos, fantasmas. Con el cargamento terrorista en su mala cabeza: rilque, orfeo, t.s. mitra, el desasosiego-libro presente siempre en el cabecero, su vida escrita ya anteriormente. Llega el momento del desgarro, la rabia. Es detenido, llevado a comisaría, encerrado en el cementerio-cárcel con los otros huesos y los otros nombres de denostados yoes.
Entra en una nueva pantalla de percepción, es momento de reflexionar, de recordar, desde ella contempla aquel Yo visible, risueño, abandonado en la ribera de la vida; adolescente enamorado; los paisajes que le rodean, higueras, jaras, olivos, naranjos; el jardín y la muerte; la nostalgia del recuerdo. Lo contempla ahora montado en un caballo, en un mercado. Recuerda la bala, la indigencia. La escritura radical carente de estilo. También puede observar ahora a aquella muchacha adolescente que se pone su bufanda, su chubasquero, su gorro. Se ve a sí mismo escribiendo este poema, escritura paranoica, adulta, familiar, impertinente, hecha de-sangre. Su pantalla de percepción refleja ahora su paseo por las avenidas, el amplio mar, el sol, el amor y la dicha, los amigos que le preguntan por su próximo poema.
