martes, 1 de septiembre de 2009

Poesía inórganica



Diego Ciudad
Elegía del poeta sin órganos





Siempre he sostenido que la poesía de Diego Ciudad es una escritura-medina, un flujo de palabras que te arrastran por las calles estrechas, serpenteantes, de su siempre la misma ciudad-poema, río-poema, torbellino semiótico sin código gramatical que sorprenden en cada esquina, libertad o utopía de perderse en el jeroglífico que nos aprisiona. En este caso un yo-máquina que registra como reflejo el caos, la insolencia o la desesperación del yo-mundo, poesía de fragmentos-palabras, mezcla explosiva, química de im-puros signos-palabras. Lenguaje-escritura que tiene su propia forma de leerse a sí mismo: signos de significados intercambiables, polifónicos; de significantes intertextuales, carnavalización subversiva; sintaxis desgarrada en la deriva de sus conexiones, quiebras, roturas; estilo que se realiza materializándose en la constancia de la multiplicidad, del vértigo, en la satisfacción de la página que nunca deja de ser infinita. Poesía que es prosa-filosofía-historia-vida-política-deseo y tantas cosas que no se pueden comunicar y resultan necesarias decirlas, como sea, necesidad que va más allá de cualquier sentido muerte-vida.
La poesía dialógica de Diego Ciudad es el campo de batalla que, como siempre, se embosca en una de esas máquinas implacables del excitante deseo-droga-capital-pornográfico; encerrado, acorralado en su-de-ellos cuerpo-máquina sin órganos, metáfora real, insaciable máquina-producción que seduce con sus brillos aparentes de infiernos, fantasmas, deseo teológico y falo negativo, a la que otra máquina-cuerpo responde con la poesía-disparo de su bolígrafo, que sólo hiere como mucho las rosas que habitan en el jardín, rojas, únicas que entienden esta artesanal máquina corporal.
Poesía antidiscursiva, antimáquina que reflexiona en el límite, en la frontera entre la necesidad y la libertad, fricción dolorosa que hace vomitar los automáticos códigos recibidos y olvidados cantos de ardor. Anarquía, belleza, dolor, repentinos y bruscos cambios de ánimo, emociones encontradas, discursos exaltados, ternura sin remordimiento, regresiones, proyecciones, imágenes, ritual. Viaje a uno y otro lado de uno mismo.

El protagonista de este nuevo poema-escritura se dispone a escribir el actual caos con su acostumbrada insolencia y su idioma aprendido en el margen, entre las piedras que no distinguen ni bien general ni vanidad particular de tantas banderas con códigos de barras. Recuerda los tiempos mejores, ¿elegía?, cuando imperaba la fortuna y los cantos impuros; mientras, él, ¿quién?, se acopla conectándose, empalmándose, al cargador social del sistema axiomático de producción de capital, convertido en máquina tecnoviva o en nuevo tecno-cuerpo, tecno-texto: ahora observa, desde su nueva pantalla de percepción, la producción del deseo-mercancía, de droga pornográfica y farmacológica que le produce su primera descarga orgásmica, escurriéndose el viscoso semen por debajo de la puerta sellada. Imposible resistirse a sus encantos. Imposible huir de la droga deseante. Al mismo tiempo, o mientras tanto, la máquina automática del sistema axiomático de producción recibe su primer zarpazo discursivo automático. No sabe si podrá salir de ella o morirá en este nuevo intento de camuflarse y desarmarla desde dentro. No sufre ya, se trata de comprobar otra vez la satisfacción de la desesperación, de esperar la explosión de la carga.

Desde el fondo de la infernal máquina y su panatalla de percepción oye los rumores del mar, las olas, reconoce el sol saliente, él -el anti-protagonista-, programador o poeta menor encerrado y acorralado en el sistema axiomático de producción de dolor, cuerpo-dolor: manicomio perfecto para el yo desahuciado por la ciencia, para ese yo imposible de normalizar. Comienza su demente danza, poema combativo de sonrisas, derviches, memoria, cuerpos, tumbas, lujuria, yo-escritura que no se somete a la subordinación, antes prefiere la muerte, el ritual cotidiano de la cerveza, del viento, la brisa, la lluvia, el salto de lo uno a lo otro, la nostalgia; o mejor aún: el hueco, el vacío, la nada, el irreal yo antes que la fetidez hedionda del poder y la riqueza. Ahora está desnudo, desde la oscuridad percibe la realidad histórica que vuelve: siempre, no cambia, eterno retorno que busca el castigo. Él yace desnudo incapaz de representar la belleza, su nueva pantalla de percepción no lo permite, en ese alucinado viaje que le ha conducido al fondo de la máquina deseante sólo almacena (ve) muertes.

El protagonista, nos recuerda ahora, el momento en que llora al despedirse y escindirse su denostado y desposeido yo de su otro yo. Acaba de entrar en el territorio mustio de la muerte, no tiene nombre; pero no importa, esperará allí a su Yo gozoso que se ha quedado en la ribera de la vida. Ya le llegará su hora, entonces habrá elegía, verdaderos llantos, poemas-cenizas lanzados al viento. Ahora todavía no.



Ahora se recupera después de dormir, dispuesto una vez más a atravesar los límites, la frontera que le-nos enmarca, la compasión que humilla, el instrumento civilizado. Vuelve, regresa, va a la hoguera, al barro, al rocío; yo puro des-subjetivado, cuerpo-dolor, mística, uno pulsional separado. Imposible hablar de otra cosa; el protagonista lo siente, se disculpa, pero su nueva pantalla de percepción sólo refleja infiernos, fantasmas. Con el cargamento terrorista en su mala cabeza: rilque, orfeo, t.s. mitra, el desasosiego-libro presente siempre en el cabecero, su vida escrita ya anteriormente. Llega el momento del desgarro, la rabia. Es detenido, llevado a comisaría, encerrado en el cementerio-cárcel con los otros huesos y los otros nombres de denostados yoes.

Entra en una nueva pantalla de percepción, es momento de reflexionar, de recordar, desde ella contempla aquel Yo visible, risueño, abandonado en la ribera de la vida; adolescente enamorado; los paisajes que le rodean, higueras, jaras, olivos, naranjos; el jardín y la muerte; la nostalgia del recuerdo. Lo contempla ahora montado en un caballo, en un mercado. Recuerda la bala, la indigencia. La escritura radical carente de estilo. También puede observar ahora a aquella muchacha adolescente que se pone su bufanda, su chubasquero, su gorro. Se ve a sí mismo escribiendo este poema, escritura paranoica, adulta, familiar, impertinente, hecha de-sangre. Su pantalla de percepción refleja ahora su paseo por las avenidas, el amplio mar, el sol, el amor y la dicha, los amigos que le preguntan por su próximo poema.

No contesta. No puede contestar. Su sangre se esparce por las paredes de la página. Muerte, crueldad, dolor, y el recuerdo de nubes planas bermejas. Poema inestable de muerte-vida, flujo incesante de amor-dolor en esa frontera sin órganos, ese límite que escinde. No, no es una elegía. No se llora por lo que no tiene órganos.